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7/29/2012

La monja de la catedral

La monja de Luna de la catedral de Durango

Leyenda


Se cuenta que existió en la ciudad de Durango una familia cuyo nombre se ha perdido en el tiempo, eran originarios de topia, población minera que se encuentra enclavada en el corazón de la sierra de Durango. El se había dedicado a la minería, ella prototipo de la mujer hogareña, la vida había pasado dando atención especial a Beatriz su única hija del matrimonio.

Beatriz era una hermosa chiquilla de piel blanca, ligeramente tostada por el sol de la sierra , cabello rubio y largo, ojos azules, boca pequeña con labios finos y rojos, robusta y de estatura alta bien proporcionada. Como era la única hija de la familia y los padres tenían suficientes recursos para hacerlo, Pensaron en darle una buena educación. Movidos por esa decisión, la familia se trasladó a la ciudad de Durango, estableciéndose en una casa de la calle del pendiente que estaba muy cerca del templo de catedral donde había de inmortalizarse para siempre Beatriz, en la leyenda de la monja de la catedral de Durango.



Era la década de los años cincuentas del siglo XIX cuando la chica determinó ingresar a un convento de religiosas. Sus padres aprobaron de inmediato la idea, considerando que preferían verla casada con cristo que con un mortal cualquiera.

Beatriz se fue al convento, su padre, además de pagar una fuerte cantidad de dinero por la dote correspondiente, su fortuna la donó al monasterio donde había ingresado su hija.

Eran aquellos años turbulentos de las luchas entre liberales y conservadores, juárez en desesperado esfuerzo por liberar a su pueblo de la opresión de conciencias, promulgo las

Leyes de Reforma y se reformo la Constitución. El clero al sentir sus intereses afectados; cerró algunos conventos e instituciones de carácter religioso, entre ellos el convento en que se encontraba Beatriz. La monja regresó a su casa encontrándose con la desagradable sorpresa de que su madre había muerto y su padre se encontraba muy enfermo.

A Beatriz al retirarla no le regresaron ni la dote, ni la fortuna que su padre había donado cuando ingreso. Las reservas económicas de la familia se habían agotado y la situación era difícil. El tiempo pasaba y no había dinero no dónde conseguirlo, las fuentes de trabajo estaban cerradas, acababa de pasar la Guerra de Reforma y ya se estaba en plena Intervención Francesa.

El viejo murió y tuvo que hipotecar la casa para enterrarlo poniendo en riesgo su único patrimonio donde podría vivir mientras se abría el convento.

Beatriz se quedó envuelta en terrible soledad, protegida por su fe y sostenida con la esperanza de volver pronto a su vida monacal. En su casa toda su ocupación consistía en salir en la mañana a misa, en la tarde al rosario a la iglesia más cercana que era la catedral. Durante el día aseaba la casa y entre rezo y rezo atendía su industria artesanal hogareña que consistía en tejer y bordar paños para la iglesia, actividad por la que el cura le obsequiaba unas cuantas monedas y le daba apretón de manos.

Mientras la vida de esta mujer se deslizaba en perzosa rutina, las tropas francesas,
mandadas por el general L'Heriller entraban en Durango sin resistencia, siendo objeto de caluroso recibimiento por la burguesía y el clero.se recibió a los franceses con la lluvia de flores, los intelectuales les compusieron versos, el comercio les ofrecía banquetes, el clero misa y Te-Deum; y la sociedad aristócrata les brindó su casa a los jefes y oficiales imperialistas extranjeros; quienes en su mayoría eran jóvenes apuestos y sobre todo, con monedas de oro en los bolsillos, sustraídas de la exigua hacienda mexicana. estos cortejaban a las damas duranguenses, ellas en correspondencia se dejaban querer.

A los varones , principalmente Jóvenes de la ciudad, nuca les agrado lo que veían. Odiaban a los franses por ser invasores. si la ciudad no había puesto resistencia a su llegada no fue por falta de valor y conciencia nacional de los hombres del pueblo, sino por falta de recursos para organizar las defensa, por una parte; por la otra, el hecho de ser franceses, los hizo sentirse facultados para atropellar a los civiles y disfrutar de las mujeres que les agradaba. Este odio daba a los mexicanos  razón para asesinar a un francés cuando se presentaba la oportunidad.

Así sucedió que una noche oscura y lluviosa del mes de agosto de 1866 se encontraban en una calle un joven mexicano que trataba de encontrarse con su novia y un joven oficial francés de nombre Fernando que intentaba cortejar a la misma dama. No hubo diálogo entre ellos, el duranguense, con puñal en mano  se lanzó contra el intruso; la asesto  dos o tres puñaladas, Fernando al sentirse herido huyó. El mexicano con la intención de aniquilarlo trató de alcansarlo, pero tropezó y cayó al piso, el escurridizo militar dio vuelta en la esquina y avanzó en su huida. Consciente el extranjero de que si lo alcanzaba su rival no lo dejaba vivo, tocó en la primera puerta que encontró; era la casa de Beatriz. La muchacha al oír los toques fuertes y desesperados intuyó que su auxilio era de vida o muerte. Abrió la puerta, el francés mal herido entro y cayó  sangrante y desmayado en el suelo. La monja cerró violentamente y se quedo perpleja; no pensó ni hablo nada, durante unos minutos se quedo parada, contemplando al moribundo sin hallar qué hacer.

Por fin se le pasó el susto, le limpió la sangre de la cabeza al herido y le aplicó unos lienzos de agua fría que lo hicieron volver en sí. Cuando se paró a ella le cautivo por lo arrogante, a él ella le cautivó por lo bella y delicada. Luego que el militar tomo unos sorbos de agua fresca, Beatriz abrió la puerta del zaguán y le pidió que abandonara la casa de inmediato. Fernando le suplicó que le permitiera pasar la noche allí para salvar su vida, la monja se asusto y le negó el refugio. El francés ante la ante la alternativa de la vida y la muerte, cerró la puerta con brusquedad y sacando un corto espadín que no pudo utilizar en el encuentro fatal, se lo puso en el pecho diciéndole: -si haces escandalo ¡te mato! la monja prefirió callar y esperar el resultado de las cosas. Después de un buen rato de silencio entre los dos, él le platicó todo y le imploró su ayuda; le entrego  un buen puño de monedas de oro, que indublemente contribuyeron al convencimiento de la monja. por fin, Fernando se quedó escondido en casa de Beatriz. Ella lo curó y lo atendió con esmero. Los dos eran jóvenes, más o menos de la misma edad, bien parecidos . Se enamoraron profundamente uno del otro y sintiendo Beatriz que había encontrado al hombre de su vida, se entregó en cuerpo y alma a él; los dos vivieron momentos de gran felicidad. En ese mundo secreto de feliz compañía al militar perdió el pulso de devenir de la política de México porque no salía de la casa, ni conversaba con nadie. Ella que era la que se comunicaba con el exterior, no entendía de esas cosas ni recibía información porque su circulo de relaciones era ajeno a la vida familiar y política del Estado.

Las cosas cambiaron, ordenaron el retiro de las fuerzas francesas del suelo mexicano; el ejercito francés sin saberlo  Fernando, abandonó la ciudad la ciudad de Durango y se se aprestaba el ejercito liberal a la ocupación de la plaza. Al conocer esto el general del relato, intuyó que sus días estaban contados, advirtió que no podía estar oculto toda la vida; tarde o temprano sería descubierto y terminaria en el paredón. Era urgente salir de Durango, tenía que dejar a Beatriz; se revistió de valor y dio a conocer la decisión de su amada. Beatriz se resistió al principio, el la convenció ofreciéndole volver pronto, tan luego como las cosas cambiaran. Ya no había franceses en la ciudad de Durango, sólo Fernando porque estaba escondido. La monja le consiguió un caballo ensillado, le presto batimiento y una noche del mes de noviembre de 1866, el oficial francés salió sigilosamente de la ciudad; Beatriz lo encamino hasta la salida donde terminaba el barrio de Analco, camino al pueblo de Mazatlán. La despedida fue dolorosa como son todas las despedidas de dos seres que se quieren. Las lágrimas de la pareja, humedecieron aquella noche de noviembre, se apretaron fuertemente en un abrazo desesperado, se dieron un beso prolongado; ella se quito una medalla de oro que llevaba en su pecho y colgándosela a el dijo: 'para que te cuide'. Fernando montó su corcel y se perdió en la lejanía y el silencio de la noche.

La noche estaba estrellada como son las noches duranguenses en esa época del año; hacia frío, en el ambiente olía  a pasto seco, había silencio, en la lejanía de escuchaba el canto de los gallos y las campanas del reloj de la catedral sonaban las tres de las mañana. Beatriz levanto los ojos al cielo, oro en silencio y con voz casi apagada decía: -'Tienes que volver señor tu me lo vas a traer'; mientras que con paso lento atravesaba las calles de Analco y Tierra Blanca y se dirigía a su casa.

Por otra parte, Fernando no conocía el camino que lo podría conducir al puerto de Mazatlán, para unirse con sus compañeros y después, ya con otro carácter volvería a buscar a Beatriz. Los conocimientos que tenía del Estado de Durango y sus comunicasiones eran mínimos, solamente los que sus superiores le habían transmitido con motivo de las operaciones de la guerra. Cuando se alejó de su amada y se sintió solo ante aquel espléndido panorama nocturno, contemplo las estrellas y lloró a torrentes. se sintió el hombre mas desgraciado de la tierra, sin patria, sin familia, sin dinero, sin conocimiento del terreno, sin compañeros y con el tremendo estigma de llevar el uniforme de un ejército invasor que se batía en retirada.

Sintió que su vida estaba contada en horas y se arrepintió terriblemente de no haberse quedado con Beatriz a vivir en un encierro sin limites. Hasta ese momento se puso a considerar los riesgos que representaban aquel viaje, que comparados con los riesgos que le traía vivir al lado de su amada, optó por su regreso. Miro el horizonte y el crepúsculo rosado del amanecer anunciaba el advenimiento de un nuevo día. La fuerza del amor había triunfado, pensó en el gozo que le iba a dar a Beatriz al verlo esa misma mañana.

Así torció la rienda a su caballo para emprender el camino de regreso, en el preciso momento en que la avanzada de una guerrilla juarista que tenia su cuartel en la vieja hacienda de Tapias muy cerca de la capital de la entidad le marcaba 'el quién vive'. Fernando al conocer de los riesgos de la guerra y sabedor de la política del presidente Juárez, ni siquiera pensó su decisión. Le prendió las espuelas al caballo, le dio un cartazo de energía y salió disparado como un rayo por donde había. No avanzó mucho, una carga de fucilería rompió el silencio de aquella madrugada y el cuerpo de Fernando rodó sin vida por el suelo. El caballo se fue con todo y silla, uno de los guerrilleros lo alcanzó y en su veloz carrera con su reata de lazar le echó un cuello, enredó cabeza de silla y lo detuvo, trayéndolo ante el jefe de la guerrilla.

Después de revisarlo de todo a todo y registrar los bolsillos del muerto, tratando de encontrar algún mensaje secreto, no encontraron identificasión alguna, en un morral de cuero sólo había un guaje con agua, unas gordas que en su interior contenían frijoles molidos enchilados, un poco de pinole y unos panecillos de harina de trigo, estaban envueltos en una servilleta bordada con hilaza de colores adornada con un deshilado y unas puntas de tejido a mano. Aquel soldado no traía nada de importancia, ni siquiera fusil, solo colgaba de su pecho una pequeña medalla de oro con la imagen de la purísima concepción y un nombre grabado por el dorso que decía: Beatriz.

Atravesaron el cuerpo de aquel hombre sobre la silla del caballo en que vanía montado y se lo llevaron estirando hasta la hacienda. Extendieron al difunto sobre el piso del portal de la casa grande donde vivía don Antonio, el jefe de la Guerrilla. El sol salía en las colinas de enfrente, un viento helado soplaba del norte; la noticia de la muerte se extendió como reguero de pólvora, la casa se llenó de mirones; una vieja observadora dijo después de examinarlo: -miren y tenía barba partida. -Era muy joven. Otra agregó: -era muy alto. Allí permaneció el cadáver tirado, no le pusieron velas ni nadie lo lloraba, a la altura del medio día, se le dio cristiana sepultura. Al cementerio lo llevaron atravesado en su caballo y al sepelio solamente asistieron dos personas soldados de la guerrilla, uno llevaba un talacho y una pala sobre su hombro. El otro cabestreaba el caballo que servía de ataúd y de carroza fúnebre. Al llegar al panteón cavaron una fosa y allí arrojaron el cadáver de Fernando como cayó.

Así terminaba la ilusión de riqueza y poder de un soldado extranjero que cuando salió de Francia pensó en conquistar  lauros, honores, grados y riqueza en la guerra con México, porque le habían metido en la cabeza que la conquista de aquel país era cosa fácil.

Así terminaba el amor de Beatriz, el hombre de su sueño y de su vida que la había hecho tan feliz un corto tiempo.

Beatriz no supo nada de esto, tal vez si lo sabe se muere de angustia o se clava un puñal en el corazón. Ella vivía porque era de Fernando y se conservaba para el; consideraba que el regreso de su amado era cuestión de días, o cuando mucho de meses. En su casa, volvió a la vida de soledad y rutina; ir a misa en la mañana, al rosario  en la tarde y bordar y tejes para confeccionar los paños sagrados de la iglesia. No dormía, gran parte de la noche se la pasaba en vela, orando de rodillas frente al retrato antropomorfo del trazador de destinos humanos.

En el convento había aprendido que la fe debe ser siempre constante, que hay que sufrir para merecer, y que un milagro no se realiza nada más porque se pide; para que se realize hay que atravesar la barrera del infinito y llegar a Dios y se llega a el solamente a él solamente cuando se habla con el corazón. Por todo esto, ella esperaba el milagro a largo plazo y aún así, hacia lo imposible por merecerlo. siempre tenia de día y de noche una lampara de aceite encendida a la imagen de su devoción.

La Castigaba saber que ya era madre, que en su vientre latía una vida, producto de su amor con Fernando; que la hipoteca de su casa, que había hecho cuando tuvo que enterrar a su padre estaba por vencerse y no tenía dinero; qué diría el Sr.Cura si se enteraba de su pecado ; qué dónde iba a vivir si le quitaban la casa, que si nacía su hijo sin padre, a él y a ella la sociedad y la religión los iba a condenar; que si Fernando no venía ella se moría de pena. Esas y otras muchas reflexiones hacía Beatriz, todos los días y todas las noches; al fin, el desgaste de energía por el llanto y la preocupación, eran más grandes que el insomnio y terminaba por dormirse.

Las campanas de misa de cinco la despertaban, y empesaba a pensar en Fernando Y en su situación para concluir con la espera de un milagro, que era lo único que la podía salvar.

Así pasó un mes y así pasaron tres meses sin tener noticias de su amado, la confortaba la idea de que él no le escribía porque estaba próximo a su regreso; el milagro estaba por realizarse de un momento a otro, en una noche de luna llegaría el oficial francés por el occidente. Tanto era su deseo  regreso de Fernando se convirtió en obsesión y todos los días de plenilunio, cuando Beatriz iba al rosario de la tarde, se escondía tras un confesionario de la catedral, para luego que cerraban la puerta, subiría por la escalera de caracol al campanario; porque lo alto de la torre le permitia una mayor visivilidad al horizonte, para poder ver el occidente por donde tenía que aparecer su amado. Todos los días, todas las tardes y todas las noches, Beatriz trepaba a lo alto de la torre izquierda de la catedral, a hurgar en el horizonte esperando el retorno de Fernando; por fin cuando el niño de Beatriz estaba por nacer, una mañana del mes de abril, a las primeras luces del alba, cuando el sacristán del templo abría la puerta mayor de la iglesia, vio tirado sobre el atrio enlozado de la catedral, el cuerpo de una mujer que con los brazos abiertos sobre el suelo, yacía muerta, estampada en el piso al desplomarse de lo alto de la torre de donde contemplaba el horizonte.

Nunca se supo si fue suicidio por la desesperación y el desengaño porque el milagro no se realizó, porque la plegaria de aquella noche de noviembre se perdió en el infinito del cielo estrellado y no llegó a su destino, porque los ruegos los ruegos y las oraciones de todos los días, no fueron escuchados en represalia porque la monja rompió el voto de castidad. No se supo tampoco si fue un accidente producto del agotamiento y el desvelo el que ocasionó la caída. La realidad, que Beatriz murió
por la caída de más de treinta metros de altura, cuando a su hijo le faltaban unos días para nacer y que desde entonces, todas las noches del plenilunio se ve la silueta de una monja vestida de blanco que en la campanario de la torre izquierda de la catedral de Durango, de rodillas contempla el occidente implorando por el retorno de su amado.

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